En unos momentos en los que todos, sin excepción, tenemos los ojos puestos en Trump y en EEUU, analizando incansables sus gestos, sus frases, sus mentiras y sus gorras, quizá haríamos mejor en coger un libro del gran escritor ruso
Leer o releer a Fiódor Dostoievski es recomendable siempre, pero se ha vuelto una cuestión de supervivencia en el nuevo orden mundial. Una frase: “Solo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos”. Otra: “La amistad se basa en gran parte en la humillación. Es una vieja verdad que conocen todas las personas inteligentes del mundo”. Y una más: “El que conquiste el dolor y el terror será Dios. Y el otro Dios no existirá”. Nietzsche dijo que Dostoievski era el único escritor del que realmente se podía aprender algo. Habría que leerlo todo de él, aunque si tuviera que escoger me quedaría con Los demonios, Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov. En unos momentos en los que todos, sin excepción, tenemos los ojos puestos en Trump y en EEUU, analizando incansables sus gestos, sus frases, sus mentiras y sus gorras, quizá haríamos mejor en coger un libro del gran escritor ruso y adentramos en las complejidades del alma humana, del alma rusa, sostenidos por su incansable empatía.
Pocos escritores nos explican mejor y explican mejor la esencia de una Rusia que sabe infligir sufrimiento y también sabe sufrir. Pocos escritores nos cuentan mejor la culpa, la revolución, la vanidad, el nihilismo y la búsqueda de refugio en Dios, los valores tradicionales, la familia, el nacionalismo. Nadie como él nos habla de la furiosa voluntad de destrucción que surge cuando se pierden asideros éticos y sentimentales, cuando el ser humano renuncia a cualquier forma de trascendencia. Solo Dostoievski, con un estilo que es como un latigazo, como un torrente, nos habla del sentido de la vida, de la injusticia, de la tentación de perderse y perder a los demás, de la culpa, la grandísima culpa con la que cargamos todos, cada uno sabrá por qué.
“La libertad completa solo existirá cuando sea indiferente vivir o morir”, escribe, y entonces vienen a la memoria todas las vicisitudes de su vida, el destierro, sus relaciones explosivas con las mujeres, su afición al juego y a perderlo todo, las muertes de sus hijos, su fe inagotable casi de converso, su tardío amor por la vieja Rusia. En algún momento dijo que el único modo que ha tenido Europa de acercarse a Rusia pasaba por acabar con su esencia y al mismo tiempo dejó escrito que nadie albergaba tantas contradicciones como un ruso. Putin le suele citar, (como a Gogol, escritor nacido en lo que hoy es y no se sabe si seguirá siendo Ucrania) para hablar de la misión civilizadora del pueblo ruso olvidando que a veces hay que pasar cuatro años en Siberia, como el escritor, para adherirse a esta visión histórica y casi metafísica.
Dostoievski dictó El jugador a una alumna de la escuela de estenografía de Moscú, Anna Grigorievna Snitkina. Al tiempo que le dictaba una obra maestra, la sedujo, se casó con ella y la arruinó por culpa de su adicción al tema central de su novela, el juego. No podía decirse que ella no estaba avisada, había estado transcribiendo su vida mientras sucedía, sin darse cuenta de que todo lo que dejaba sobre el papel le estaba, a la vez, sucediendo a ella. Para salir del juego de espejos, de la muñeca rusa gigante en la que se ha convertido nuestra vida, un consejo no solicitado: tiene usted que leer, o releer, a Dostoievski.