Reformar el acceso a la carrera judicial: ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?

La Escuela Judicial debiera realizar su función de “selección y formación” para garantizar las competencias de quienes definitivamente accedan a esta función constitucional

No es en modo alguno nuevo el debate sobre el acceso a la carrera judicial –y fiscal–. Debate que, aunque desordenado, se ha planteado en muchas ocasiones, fundamentalmente en dos aspectos: de un lado, el del proceso selectivo y el contenido de las pruebas de acceso, y, de otro lado, el de la facilitación para su preparación, sin que los motivos económicos puedan suponer un obstáculo para nadie.

Aunque, sin duda, este es un debate que debiera extenderse al acceso a otras profesiones públicas –no entro en las privadas, por ahora–, lo cierto es que la relevancia constitucional de la función judicial, ejerciendo un poder del Estado, hace que la cuestión tenga notas muy específicas.

Decía que este debate ha sido hasta ahora “desordenado”, en el sentido de que nunca se ha abordado en su integridad, pese a que la materia ha sido objeto de reformas en el pasado; reformas que, en mi opinión, no han entrado en el núcleo y la esencia del tema. 

La reciente aprobación por el Ministerio de Justicia del Anteproyecto para la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial y del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal va a permitir –o eso es de exigir y esperar– que se produzca una reflexión amplia con participación de todos los sujetos y órganos concernidos.

¿Por qué la reforma ahora? Como no quiero incurrir en prejuicios de ninguna clase, me limitaré a describir las razones que el Anteproyecto nos da para promoverla: se refiere al surgimiento de nuevas necesidades a atender para asegurar la adecuación de la estructura y el trabajo de los miembros del Poder Judicial a las nuevas realidades y transformaciones experimentadas en la sociedad y el entorno jurídico en los cuarenta años transcurridos desde la aprobación, en 1985, de la vigente LOPJ –que, por cierto, ha sido objeto de un buen número de reformas—. En menos, y más sencillas, palabras, argumenta que hacen falta órganos suficientes para atender la función jurisdiccional, que dichos órganos estén provistos de sus titulares y que estos hayan accedido a dichos puestos por razón “de su mérito y capacidad, y en condiciones de igualdad”. 

Nunca viene mal repensar un sistema – en este caso, judicial– una vez transcurrido un determinado tiempo que permite evaluar a fondo su funcionamiento. La pregunta a hacerse es si el sistema vigente ha respondido o no adecuadamente a la función constitucional del poder judicial. Yo no puedo ser totalmente objetiva, pero entiendo que esta actuación ha sido “moderadamente satisfactoria” y, aunque todo sistema es susceptible de mejorar –y, ojo, también de empeorar–, ha de analizarse la propuesta para averiguar si va a responder realmente a las inquietudes sociales. 

Que hacen falta órganos judiciales suficientes para dar satisfacción al derecho constitucional a la tutela judicial efectiva es una evidencia sobradamente conocida: los datos oficiales revelan que en España hay hoy, en cifras redondas, 12 jueces por 100.000 habitantes, frente a los 18 de media en la UE. Si algo viene reivindicando históricamente la carrera judicial es la creación de más órganos judiciales, lo que se ha hecho en mucha menor medida de lo que la situación requiere, incluidos los Gobiernos bajo la presidencia de Pedro Sánchez.

Por otra parte, esta necesidad no lleva implícita en sí misma la necesidad de modificar el sistema de acceso a la carrera judicial, aunque puede haber otras razones que se analizarán al ver los objetivos confesos de la reforma.

¿Para qué la reforma?. No se puede negar que corren desde hace tiempo opiniones ampliamente difundidas acerca de los miembros de la carrera judicial, considerando que formamos parte de una casta privilegiada, que hay clasismo, machismo… Puede que así sea o, sobre todo, que así se perciba en una ciudadanía bien espoleada para ello. Sin embargo, no hay datos que así lo acrediten con carácter general: de un lado, la carrera judicial es hoy, mayoritariamente femenina –en conjunto, un 57% de mujeres y un 43% de hombres, si bien las últimas promociones superan estos datos, pues, por ejemplo, en 2025, acaban de acceder 92 mujeres y 45 hombres–; tiene una edad media de 52 años y solamente un 6% tiene algún familiar juez –dato que, en sí mismo, es perfectamente explicable por razón del conocimiento y la querencia hacia una profesión, como ocurre con otras–.

Dice el Anteproyecto que su primera finalidad es “potenciar la excelencia de las personas que accedan a la carrera judicial (…) profundizando en el derecho fundamental a la igualdad en el acceso” según “la realidad social y académica”. Y para ello propone actualizar los procesos selectivos en distintos planos.

¡Bravo! Difícilmente cabría estar en contra de tan loables objetivos. Yo también los apoyo y dudo que nadie pueda oponerse cabalmente a ellos. La cuestión está en determinar si el sistema actual no los garantiza y por qué y, en su caso, el modo de tratar de lograrlos. La pasada semana, precisamente en el acto de entrega de despachos a los nuevos miembros de la carrera judicial, la presidenta del CGPJ, Isabel Perelló –recuerden en qué contexto y a propuesta de quiénes fue nombrada–, sostuvo que el vigente sistema de acceso “es democrático” y “garantiza que cualquier persona, de cualquier procedencia y origen social y cualquiera que sea su ideología, puede competir en igualdad de condiciones apoyada exclusivamente en su esfuerzo individual”.

Como decía, todo es mejorable. Comparto plenamente la necesidad de repensar el sistema, sin ninguna autocomplacencia, pues tampoco hay motivos para ello.

¿Cómo acometer estos objetivos?. En lo que ahora me interesa, son dos los grandes planos en los que el Anteproyecto trabaja. 

El primero, una modificación del sistema de acceso a la carrera judicial por el turno libre, destacando unos nuevos ejercicios –una prueba escrita eliminatoria tipo test sobre la totalidad del temario para valorar los conocimientos; una prueba oral eliminatoria para valorar las competencias técnicas, analíticas y relacionales –negando expresamente que pueda consistir en una mera exposición memorística– y una prueba eliminatoria consistente en la resolución de uno o varios casos prácticos para valorar las capacidades de redacción y argumentación, razonamiento y motivación. Nada que objetar, por mi parte. 

Sin embargo, parece olvidar el Ministerio de Justicia que la LOPJ ya contempla la existencia de una Escuela Judicial, configurada como “centro de selección y formación”, con el objeto de “proporcionar una preparación integral, especializada y de alta calidad a los miembros de la Carrera Judicial, así como a los aspirantes a ingresar en ella”. Pese a ello, se ha depositado siempre todo el peso de la “selección” en la oposición en sentido estricto, siendo prácticamente nulo el papel de la Escuela a este respecto –no creo equivocarme si digo que ni un 0,1% de quienes superaron la oposición vieron negado el acceso a la carrera judicial tras su paso por dicha Escuela–. De hecho, ha de recordarse que las oposiciones de las que venimos hablando son, en realidad, “pruebas selectivas” para acceder a la Escuela Judicial para su “posterior acceso a la Carrera Judicial”. Esto es, la Escuela Judicial debiera realizar su función de “selección y formación” para garantizar las competencias de quienes definitivamente accedan a esta función constitucional.

El segundo mecanismo consiste en un sistema de becas que permita tal acceso a quienes carezcan de recursos económicos para hacer frente a los gastos que el período de formación requiere. Un mecanismo bien justo e inapelable que, seguramente, habría de extenderse a otras áreas de la función pública –por qué no– y también, claro está, a la preparación del Grado en Derecho, requisito indispensable para superar este proceso selectivo. Quizá se nos esté quedando gente por el camino sin poder cursar o finalizar los estudios de Derecho por idénticas razones económicas.

Miren, yo superé la oposición en el año 1987, mientras trabajaba, y sigo pensando lo mismo que pensaba entonces: que el sistema memorístico empleado era realmente absurdo y que de ninguna manera garantizaba que a la carrera judicial accedieran las personas más amantes del Derecho ni socialmente más empáticas –entiendo que ambas cualidades son las que, entre otras, se requieren para esta función–. Sin embargo, pese al, en mi opinión, deficiente sistema de selección, he conocido durante todo este tiempo enormes profesionales cuya dedicación y esfuerzo sigo admirando a diario todavía hoy. Son mujeres y son hombres; proceden de todo tipo de familias –sí, incluso de esas que con tanta frivolidad se tachan de “casta privilegiada” y también de familias obreras–; han superado la misma oposición que yo o han ingresado por los turnos reservados a juristas de reconocida competencia. Ah, y de todas las ideologías imaginables, por supuesto.

Todas estas personas merecen el mayor de mis reconocimientos, como lo merecerán, sin duda, quienes accedan por el nuevo sistema. 

Ahora bien, me atrevo a anticipar que las reformas apuntadas no influirán, con carácter general, en el contenido de las decisiones judiciales. No es solamente el perfil de juezas y jueces el que influye en ello, sino también una legislación determinada que ha de ser interpretada y aplicada.