Lluvia de mal agüero

Llover en València es, desde el último martes que tuvo octubre, mirar las predicciones, coger mapas de barrancos, desconfiar del cielo seco, subir en alto los papeles del notario

Antes del 29-O llovía y no importaba demasiado. Se agradecía en la huerta y los pantanos. Se maldecía en los patios de los colegios y las puertas de los mercados. Llover era caer agua en forma de gotas debido a la condensación del vapor en la atmósfera. Llover, desde el último martes que tuvo octubre, es coger mapas de barrancos, desconfiar del cielo seco, subir en alto los papeles del notario. Es mirar la tele, las redes sociales y pensar si esta vez sí que habrá alguien al mando. Ahora se suspenden las clases y no se protesta. Nadie dice “exagerados”.

Llover ahora –como toda esta semana con un Mediterráneo en alerta– es esperar a que baje el agua al mar y ver por dónde, ese ciclo imparable que Mazón minimizó y que pilló desprevenidos a tantos. Esa lengua de agua que se abre paso inevitable y para la que aún no hay mapas o avisos claros. Puntos cardinales, puntos kilométricos, letras, cantidades de litros y aforos sin todavía un protocolo visual, concreto e inmediato que conforte a una población en desasosiego.

Esta vez, los avisos de la Aemet sí convocaron al gobierno a una mesa, a poner medidas, a hacerse fotos, a medir barrancos, a cortar carreteras, a cerrar pasos bajos. Mientras caía agua en el interior y se abrían ventanucos en los pantanos, cayeron sobre los estados de ánimo otras tormentas secas a plomo: este martes se supo que desde la mañana del 29-O se hicieron 19.000 llamadas de socorro al 112 sin que, en el edificio de enfrente –donde está el Cecopi– se tomara ninguna decisión. Granizo sobre las víctimas mientras caía agua. No era la cantidad de señales, era la ceguera de quienes tenían que verlas, deslumbrados por una política de importancia y apariencia. Llover ahora en València no es agua que moja las calles, es un baño de temor y de tristeza.