A mí todo esto me recordó a un concepto del mundo de Harry Potter: “La varita escoge al mago”. Es cierto que en ese universo las varitas son más fieles que lo que lo son los abrigos en el nuestro
Son las siete de la tarde y en la redacción de elDiario.es en Madrid muchos periodistas teclean sus artículos del día siguiente y otros, como yo, empiezan a desfilar camino a casa. Estaba recogiendo mis cosas, fui a por mi abrigo y, cuando me lo puse, algo pasó. Aquello no funcionaba. Sin encontrar una gran explicación supe que aquel no era mi abrigo. Pregunté a compañeros y compañeras presentes si me quedaba pequeño. Insistieron en que no notaban nada, pero yo lo tenía claro. Llegué a lo que para mí fue la prueba total: una cremallera que yo nunca había visto. Supe lo que había pasado: alguien se había llevado mi abrigo por error a casa y allí estaba el de esa persona. Rápidamente envié un correo que se titulaba ‘Abrigos intercambiados’. Esto es lo que escribí:
“¡Hola, Hola! Creo que alguien se ha equivocado y se ha llevado mi abrigo y que aquí, en la redacción, se ha quedado el suyo. Es un abrigo negro uniqlo. Son casi idénticos, pero al probarme yo el que está aquí he notado algo raro y sí, tiene algún detalle diferente al mío”.
Llovía ligeramente, hacía frío, y aun así decidí irme a casa sin abrigo, no fuera a ser que la persona que lo había confundido se pasara por la redacción a buscarlo y no lo encontrara en su sitio. Entonces tendríamos un problema por partida doble. Era mejor que yo fuera el único afectado.
Pasaron las horas de trabajo del día siguiente y no hubo noticia. Insistí con un segundo correo. “Lo mandé muy tarde, puede que ayer esa persona desconectara del trabajo”, pensé. Pero nada. Probé, enfadado, con un mensaje en un grupo que tenemos en Telegram con prácticamente toda la redacción de elDiario.es. Ni rastro de mi abrigo. Al final de esa jornada, que teletrabajé, decidí acudir al lugar de los hechos. Volví a la redacción, a ver si encontraba alguna pista. Intenté ser sigiloso, porque me temía lo peor. Y así fue: allí estaba mi abrigo, que resultó ser el que yo había dejado abandonado el día anterior. Nunca nadie se lo llevó, nunca hubo dos abrigos. Solo uno, el mío, que yo no reconocí como mío un martes pero que un miércoles encajaba a la perfección. Ya no me estaba pequeño y la cremallera había estado siempre ahí.
Es fácil imaginar las risas que esto generó entre mis compañeros y compañeras. Es difícil, en cambio, resumir todo lo que pasó en las siguientes horas. Por supuesto, me sentí ridículo, torpe y sentí y pensé un: “Tierra, trágame”, pero agradezco que todo lo que me llegó fue cariño (más que nunca) y complicidad. Además de risas, me llegaron algunas ideas que han sido el punto de partida de este texto. Porque una semana después el tema coleaba, y eso me dio que pensar. Por ejemplo, mi compañero y jefe de ciencia de elDiario.es, Antonio Martínez Ron, que además de intentar explorar qué le pasó a mi cerebro en esas 24 horas, me soltó casi el mayor piropo que nadie me puede decir: “Esto es de artículo de Millás”. Digo ‘casi’ porque el piropo total sería escribir un artículo como él, no protagonizarlo.
No pretendo escribir algo a la altura de Juan José Millás, pero este comentario sí fue una forma de hacerme pensar en lo que había detrás de toda esta historia. Sin duda algo relacionado con el cerebro, pero también cultural. Vinculado al mundo de las ideas. La jefa de cultura de elDiario.es, Elena Cabrera, me dijo esto cuando le conté la historia: “Los abrigos eligen a la persona”. Casi nada. A continuación, Elena me recordó que unas semanas antes ella había vivido algo parecido, cuando cogió por error un abrigo de la redacción (esto sí pasó de verdad) y caminó con él, tan a gusto, por la Gran Vía. Se sorprendía de lo bien que se sentía con su abrigo. Hasta que se dio cuenta del error.
Siguiendo ese camino, a mí mi abrigo me rechazó aquella tarde fría de martes, para retomar la normalidad apenas un día después, como si nada hubiese ocurrido
Si seguimos esa lógica, el abrigo que Elena Cabrera cogió equivocadamente puso los cuernos a su dueño con ella durante unas horas. Siguiendo ese camino, a mí mi abrigo me rechazó aquella tarde fría de martes, para retomar la normalidad apenas un día después, como si nada hubiese ocurrido. A mí todo esto me recordó a un concepto del mundo de Harry Potter: “La varita escoge al mago”. Es cierto que en ese universo las varitas son más fieles que lo que lo son los abrigos en el nuestro. Suele existir una lealtad incondicional salvo que una persona desarme a otra. En ese caso, sí cambia la lealtad de la varita. Un abrigo necesita mucho menos para cambiar su voluntad, por lo que estamos viendo.
Añado otra idea, porque no quiero que toda la culpa recaiga en el abrigo. Quizás es lo contrario, es posible que el abrigo sea el sujeto pasivo y yo sea el sujeto activo de esta historia. O puede que en esa duda esté todo, en saber cuándo somos nosotros los que podemos actuar o cuando son los elementos que nos rodean los que ejercen una fuerza que nos condiciona. En el mundo de las ideas y la literatura solemos preferir ser pasivos. Si es la varita la que escoge al mago o si es libro el que escoge a su escritor o escritora, entonces no depende de nadie más que de la inspiración que una idea salga adelante o no. Es una posición cómoda, porque si sale bien es que hemos sido elegidos y si no sale es la confirmación de que agentes externos no han querido que eso pase. No es muy diferente a la idea de Dios: las cosas pasan porque un orden superior así lo quiere.
¿Cómo habría sido mi tarde-noche del martes con el abrigo de siempre? Me gusta pensar en un mundo en el que cambiar de abrigo te hace cambiar por completo de vida. En el que fuera tan sencillo dejarlo todo como decir que un abrigo no es el tuyo. Imagino un señor o una señora entrando en su casa y asegurando que esa no es su casa. Que el resto de personas que allí viven no forman parte de su familia. Que esos no son sus muebles, que ese no es su sofá, ni su televisor, ni su mando a distancia, ni su microondas. Esa no es su taza, su nevera, su cama, su cuadro, su cepillo de dientes. Imagino un mundo en el que el abrigo lo cambia todo, en el que su pertenencia o no te sumerge en una realidad paralela. Quiero pensar que durante esas horas yo fui otro, puede que viviendo una vida con mayor verdad que la real.
Imagino un señor o una señora entrando en su casa y asegurando que esa no es su casa. Que el resto de personas que allí viven no forman parte de su familia
Es posible que yo no quisiera coger un abrigo que era de otros (a sabiendas) porque eso era una licencia para meterme por completo en su vida. De pronto, me habría visto caminando hacia su casa, viviendo una vida desconocida para mí pero en la que yo ejecutaría los pasos a la perfección. Como un autómata, sin cuestionar nada, sin preguntar nada, me acostaría a dormir solo, o con otra persona, sean cuales sean las características vitales del compañero que supuestamente se había dejado el abrigo. Por eso, por lo que implicaba ese riesgo, no me atreví. Y me fui sin nada más que lo puesto a casa, por temor a vivir una vida que no era mi vida.
Ojalá escapar fuera tan sencillo y tuviera tan pocas consecuencias como elegir o no tu abrigo. O que, dado el caso, te eligiera a ti. Pero no, esta es una licencia literaria muy cómoda. En el fondo, no queremos comodidad para escapar, para cambiar de vida, para cambiar de trabajo y para cambiar nuestros vínculos. Eso pondría sobre la mesa un caos, un sencillo caos en el que todo sería aún más inestable. No es cierto que queramos que todo salte por los aires, al menos no tan fácilmente.
Me gusta pensar que durante aquellas horas viví una realidad más auténtica que nunca. Que la ficción que provocó mi mente al pensar que mi abrigo no era mi abrigo me acercó más a la verdad de lo que lo habría hecho la realidad. Esa tarde fría de un martes de febrero ya se había vendido todo el pescado de la realidad. Quedaban dos opciones y, sin ser muy consciente ni saber muy bien por qué, yo elegí caminar por la ficción hasta que el hechizó se rompió. Ojo, vivir con las cosas con mayor verdad no trae necesariamente ningún beneficio inmediato: no me pasó nada excepcional, no me tocó la lotería, no sentí que fuera mejor en nada ni viví nada emocionante que guardar en mis memorias. ¿Entonces, para qué?
A veces, cuando me pasa algo malo, o no necesariamente bueno, digo que al menos tengo una historia que contar. Durante esas horas yo no sentí que lo que me pasaba era bueno. Estaba preocupado por descubrir la solución del enigma, fue un quebradero de cabeza más en lo real. ¿Pero y ahora? ¿Ahora cambiaría lo sucedido? ¿A pesar de la vergüenza, de las bromas, del sentido del ridículo? ¿Merece la pena esa ficción por tener una historia que contar?
No tengo respuesta, al menos no una única, una científica que cierre esta historia de una manera clara y taxativa. Lo que sí tengo claro es que vivimos una realidad tan poco robusta, en la que la estabilidad está tan cara, que incluso uno puede perder el abrigo por el camino y, con eso, toda su realidad e identidad. Al mismo tiempo, estamos tan acostumbrados en mi generación a que todo sea fugaz, a sentir como los pies se nos hunden en el barro a cada paso que damos, que casi lo mínimo que puede pasar es que tu abrigo deje de ser tu abrigo por unas horas. Por tanto, y creo que tengo licencia para pedirlo, ya que vivimos en un mundo tan líquido: ojalá nosotros y nosotras seamos el sujeto activo. Quiero creer que somos nosotros los que escogemos salir de la realidad, aunque sea por un día, a ver qué se siente. Y cuando toca, volver a la realidad, y que el abrigo siga allí.