Unidas contra el acoso sexual

Hay mujeres que han normalizado tanto el hasta ahora llamado “galanteo” viril que asumen los argumentos masculinos y culpan a las víctimas. Pero la mayoría ya sabemos que es lo que hay porque lo hemos vivido desde pequeñitas. Ahora, nos toca aprender a ventilarlo, sacarlo a la luz y gritarlo al mundo para que la vergüenza cambie de bando

Me gustaría, como a todas, que no hubiera celebración del 8M porque, entonces, es que el mundo sería un espacio seguro para todas. Pero, mientras eso no ocurra, tenemos que seguir reivindicando nuestros derechos a viva voz y rechazando el machismo, al menos un día al año. Como el acoso sexual está o ha estado presente en la vida de todas y este 2025 hemos conocido casos espeluznantes o sorprendentes que nos han puesto en guardia, propongo una reflexión sobre esta desgracia que nos deja cicatrices difíciles de curar. Busquemos territorios comunes, luchemos unidas contra el acoso sexual que a todas nos concierne y llevemos ese empeño al día a día, cada cual a su casa, a su trabajo y a su partido político.

Esta es la historia de una mujer española que podemos ser tú o yo. Tendría cuatro o cinco años cuando jugaba en el jardín de las vecinas con otras niñas de su edad. Era una mañana sin cole y poco ajetreo en la calle por donde apenas pasaban coches. Debía de ser casi mediodía pero todavía quedaba un rato para que los papás vinieran de la oficina y la abuela de las amigas mandara a toda la prole de vuelta a casa para el almuerzo. “Cada mochuelo a su olivo”, solía decir. Era pronto para eso. Sin embargo, ella tenía hambre y aprovechó un momento de parón en los juegos infantiles para acercarse a casa a por un trozo de pan para entretener el estómago. El edificio de piedra tenía tres pisos sin ascensor. La puerta de la calle siempre estaba abierta y la mano de hierro del llamador sostenía con paciencia la bola, siempre dispuesta a golpear una, dos o tres veces, según el piso al que quisiera llamar la visita. Se adentró en la umbría del portal enlosado al mismo tiempo que escuchaba un fuerte silbido de la calle, como si la llamaran. 

Empezó a subir las limpísimas escaleras de madera, que su abuela fregaba de rodillas con el cepillo de raíces todos los sábados. Apenas había llegado al primer descansillo cuando un hombre la cogió en brazos y subió a toda velocidad las tres plantas, pasó de largo de su piso y siguió casi hasta el cuarto nivel. La sentó en el banzo de la buhardilla y se puso a su lado. No recuerda cómo ocurrió, pero entre las piernas de él apareció algo gordo y rosado. “Si la tocas, te doy una peseta”, le dijo. La niña empezó a asustarse de aquella cosa que parecía un muñeco de goma y empezó a llorar. Inmediatamente, él se puso en pie, la cogió de nuevo, bajó el tramo de escalera hasta la puerta de su casa, la depositó en el umbral, llamó al timbre y desapareció.

Nunca habló con nadie de lo ocurrido y jamás se lo contó a sus padres ni ellos tampoco le preguntaron. No habría podido explicar qué le había ocurrido pero aquel suceso se convirtió en un recuerdo inquietante e imborrable toda su vida y no sabe por qué pero tiene la impresión de que el hombre que la llevó en brazos escaleras arriba era el vecino del primero. Pero no puede asegurarlo. De adulta ha analizado muchas veces lo sucedido aquella mañana y está segura de que era alguien cercano porque sabía precisamente en qué piso vivía y no temió ser descubierto al llamar al timbre. Siempre ha tratado de quitarle importancia al suceso pero ha sido para ella un recuerdo imborrable porque, a lo largo de sus casi 70 años, los silbidos la han atemorizado y ha entrado en los portales con miedo. Con mucho miedo.

De forma leve, como en este caso, o con agresiones más explícitas e invasivas, el acoso sexual es un elefante en la habitación en la vida de las mujeres. El miedo a ser violentada o abusada está presente de forma permanente en nuestras vidas del mismo modo que los acosadores pueden pertenecer a todas las profesiones, clases sociales, razas, países… El acoso sexual es hijo del sistema social machista que educa a los hombres para demostrar su virilidad a través del sexo y la cosificación de las mujeres, a veces, de forma enfermiza (casos Pelicot y el cirujano francés Le Scouarnec) o mediante el desprecio al consentimiento de la pareja (supuestos abusos en Podemos). Apenas les parece nada el manoseo recurrente, las procacidades al oído o los ´piquitos´ robados. Para ellos son cuestiones banales, lo normal. A nosotras, nos marcan de por vida.

A Shiori Itö le pasaba lo mismo que a la niña del portal. Así lo cuenta en “Black Box Dairies”, el documental japonés que estuvo nominado a los Oscar. La periodista relata la agresión del poderoso político que la drogó, secuestró y violó, pero también el desprecio que tuvo que soportar del sistema policial y judicial de su país. Padeció secuelas durante años y, de repente, en medio de la batalla que libró durante 8 años, sintió la necesidad de salir a ver los cerezos en flor, una de las maravillas que cualquiera puede disfrutar en la primavera de Japón. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que había pasado muchísimo tiempo sin ver el precioso espectáculo floral porque el día que fue drogada y violada era primavera. Entonces supo que todo el esfuerzo había merecido la pena. Que es lo correcto gritar al mundo y descubrir el horror de ser víctima de una agresión sexual sin que ni las autoridades ni las leyes estén de tu parte. 

“Para mí, el silencio no era una opción para ser feliz”, replicó Shiori a quienes le pedían evitar el escándalo. Cual Nevenka del país del sol naciente, recibió todo tipo de críticas cuando proclamó en rueda de prensa su pavorosa experiencia (“la violación es la muerte del alma”) con el famoso periodista y asesor del primer ministro que la citó para una entrevista de trabajo y terminó violándola tras anular su voluntad. 

En España hemos conocido recientemente varios casos de denuncias de abusos sexuales a dos hombres con poder por ser políticos destacados de un partido de izquierdas que se define como feminista pero que no ha sabido defender a las mujeres frente a la carcoma que tenía en su interior. Por el contrario, el silencio fue la receta administrada; la misma que se ha dado siempre desde el sistema y sus propios partidos políticos, sean del color que sean. El machismo es transversal y el acoso, también.  

Aunque, afortunadamente, los avances en nuestra sociedad europea y la legislación vigente no permiten que lleguemos fácilmente a situaciones como las de Shiori y Nevenka, una se pregunta cuántos varones -sean políticos o no- ejercen cada día su poder a través de agresiones sexuales a las mujeres sin que ellas quieran o puedan contarlo y cuántos se van de rositas exonerados por la fratría masculina que en esto funciona como un reloj. Ni una disculpa ni un síntoma de arrepentimiento ni el mínimo gesto de empatía. Total, no ha pasado nada. 

Hay mujeres que han normalizado tanto el hasta ahora llamado “galanteo” viril que asumen los argumentos masculinos y culpan a las víctimas. Pero la mayoría ya sabemos que es lo que hay porque lo hemos vivido desde pequeñitas. Ahora, nos toca aprender a ventilarlo, sacarlo a la luz y gritarlo al mundo para que la vergüenza cambie de bando. A ellos les corresponde identificar los tics aprendidos y rechazarlos porque fueron educados por una sociedad androcéntrica para el sistemático ejercicio del poder. Aprendieron que está en su naturaleza imponerse al deseo de ellas, a través de la fuerza física o implícita de su sexo. Sólo así se entiende que los más jóvenes -según nos revelan las encuestas- identifiquen el placer sexual con la violencia y buena parte de ellos se excite con la negativa de las mujeres a las que desean. “Si lo estás deseando, no digas que no”, este es el argumento más viejo que Matusalén y que prácticamente todas hemos escuchado alguna vez. No podemos seguir divididas, hay que atreverse a ir con una sola voz contra el acoso sexual.