Raúl estudió cine, pero decidió volver a Grau, el pueblo asturiano donde su abuelo le ayudaba a estudiar paseando por el río, para montar el negocio donde la vida se vive «como hay que vivirla: disfrutando»
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Si Raúl Menéndez Gancedo (Grau, 1997) tuviese que volver a aprender la tabla de multiplicar, volvería a hacerlo dando paseos por el río con su abuelo Armando, un vaqueiro de alzada de Santullano de Somiedo, que bajó a vivir a Grau junto a su mujer y su suegra para echar una mano en la crianza de aquel guaje de pelo roxo, ojos pizpiretos y energía desbordante al que le costaba sentarse en clase delante de la mesa. “Yo nun paraba quieto”, nos cuenta mientras recuerda la tarde que dejó encerrada en la terraza a la chica que le cuidaba.
Y como no había quien pudiera gestionar la energía de aquel neno, bajaron sus abuelos y su bisabuela desde el pueblo, para ayudar en la crianza de Raulín. “Fue una auténtica bendición, criarme con los mis güelos es lo mejor que me pudo pasar en la vida. Recuerdo que dormía con mi güelo y le decía: afrégame ho, para que me hiciera cosquillas en la espalda”, explica.
Los padres de Raúl, empresarios los dos. Su madre propietaria de una sidrería y su padre de una empresa de electricidad, tenían y tienen mucho trabajo y la familia apoyó cuando hizo falta. Cuando los abuelos se jubilaron fueron a cuidarle. El abuelo, que era cabrero, fotocopiaba la hoja del libro e iba estudiando con su nieto mientras daban paseos por el río y le preguntaba la lección. La abuela y bisabuela de Raúl son también imprescindibles en su vida.
“Yo la llamaba mi güela, fue el peor golpe que me dio la vida, el único. Una tarde le dio un ictus, iba a tomar el café con las dos (en referencia a la abuela y la bisabuela) y me di cuenta de que estaba rara, solo daba golpes en la mesa. De repente se le cayó el cuerpo a plomo en el suelo. Llamamos al 112 y enseguida la derivaron, le había dado un ictus.
Había que esperar veinticuatro horas para ver si se recuperaba. Recé a todos los santos y se recuperó, aunque con medio cuerpo paralizado. Muy a pesar de todos tuvimos que llevarla a una residencia, fueron unos meses durísimos, yo no podía ver allí a mi güela… en ese entorno que no era el de ella“, y mira al cielo que se torna a media luz, desde donde se divisa Grau, su pueblo, al que volvió en plena pandemia para pasar un fin de semana y donde ha aprendido su negocio propio, La Antoxana, una terraza musical donde la vida se vive como hay que vivirla: disfrutando.
En la felicidad de La Antoxana, en el ambiente de su bar, que dista dos pasos de la sidrería de su madre “donde me crie detrás de aquella barra y aprendí a echar un culín de sidra”, soñaba Raúl con volar desde que era pequeño. “Yo quería ir a Valencia o a Madrid, hacer cine, producir”. Y lo hizo. Le puso el mismo empeño que el día que sabía que tenía que despedirse definitivamente de su güela.
“Llegué a casa y vi que estaba aparcado el coche de mi hermano, supe que había pasado algo. Nadie me quería decir nada, sabían que mi güela era lo más para mí y querían evitarme el sufrimiento. Cuando conseguí que mi madre me dijese lo que estaba pasando, que eran sus últimas horas de vida, convencí a una amiga que estaba sacando el carné de conducir para que me llevasen hasta Oviedo mientras ella hacía clases prácticas y me dejaron en las puertas del hospital. Yo sentía la necesidad de darle la mano a mi güela”.
Y allí, en un apretón de manos, que nadie sabe si fue consciente o inconsciente, despidió Raúl a su güela, y con ella aparte de aquella infancia maravillosa en la que él prefería pasar las tardes con ella que bajar a jugar al parque.
Dice Raúl que hay dos vidas en la suya, con su güela y sin ella, y aunque es ley de vida que la gente mayor se muera, esa ley no le gusta a nadie. A Raúl tampoco.
“Acabé el bachiller y quería estudiar un ciclo de producción de cine, lo había en Asturias, pero yo erre que erre con marchar, a veces el pueblo, aunque sea el tuyo y lo adores, se te queda pequeño”, explica. Y convenció a sus padres, que solo le pusieron una condición, que si suspendía volvía para casa.
“Cómo cambia cuando empiezas a estudiar algo que realmente te gusta, yo que creo que soy un TDH sin diagnosticar… por eso admiro que mi güelo supiese ver que yo no podía estar sentando y que paseando por el río y cantando la tabla yo sí aprendía”.
Yo que creo que soy un TDH sin diagnosticar… por eso admiro que mi güelu supiese ver que yo no podía esta sentando y que paseando por el río y cantando yo sí aprendía
Cuesta imaginarse a Raúl estando quieto, al igual que cuesta imaginárselo sin una sonrisa. “Cuando llegué a Madrid el primer año fue duro, la mayoría de mis compañeros eran todos de allí y tenían su grupo de amigos ya hecho. Paselo mal”, confiesa. Y en las tardes en las que el piso que compartía se le hacía duro, recordaba la ilusión con la que su güela le animaba a tirar pa´lante con su sueño de trabajar en la tele. “Ella veía el Sálvame y me decía ¿pero, qué vas a tar ahí? Y yo le decía; no, detrás. Lo mío es detrás, con las cámaras”. Recuerda.
Raúl estudió bien por primera vez en su vida cuando se formaba en producción de cine en Madrid, esta vez ya no necesitaba de los paseos de su güelo… Y no se equivocaba cuando pensaba que aquello era lo suyo, pronto llegaron las oportunidades laborales. Esa energía suya que no entiende de estar quieto delante de una mesa de un aula, se hace grande el cualquier trabajo con la gente.
“Estuve en el Parque de Atracciones de Madrid, en Got Talent y en Factor X, además teníamos una productora de cine, y justo cuando nos habían seleccionado un corto para el festival de Medina del Campo, que era la antesala de los Goya, justo ese fin de semana, declararon el confinamiento”.
Y otra vez la vida volvió a meter a Raúl en casa, a pararle, a dejarlo quieto. Aquel corto, que analizaba la nueva forma de ligar de la gente a través de las redes sociales o de aplicaciones como Tinder y que lleva a que en muchas ocasiones “metamos en casa a gente que en realidad no conocemos de nada”, se quedó a las puertas del éxito. Y Raúl en su casa de Grado.
“Como estaba en Medina del Campo, pues pensé que me iba a pasar el fin de semana a Asturias a casa, yo estaba estudiando también un máster de producción. Fue una casualidad, nunca pensé que vendría para quedarme”, relata.
Pero el confinamiento se fue alargando y Raúl miraba el paseo del río desde la ventana de su casa de Cueto y recordaba los paseos con su güelo cantando la tabla de multiplicar, y por las tardes le llegaba el olor de café de las tardes con sus güelas, y sintió que ahora le tocaba a él apoyar a su familia.
“Estoy donde estoy gracias a mi familia. Justo el encargado que tenía mi madre en la sidrería nos dijo que se iba, y sentí que tenía que coger el testigo, apoyar a mi madre como ella había hecho tantas veces”, y lo hizo.
En plena pandemia, encerrado en una casa con vistas al paseo del río, decidió volver a su pueblo con la mente ya más viajada, con la sensación de que ahora era el momento. Y además de trabajar en la sidrería ahí dibujó en su cabeza La Antoxana. Era la propia película que él soñaba hecha realidad. “En plena pandemia, la gente necesitaba salir, tener un sitio agradable, al aire libre, volver a escuchar música en directo, cantar…” Y así, este chaval que por aquel entonces tenía 23 años abrió su propio negocio, un 8 de abril de 2021.
Raúl con sus pitas
Ahora, desde Cueto, donde tiene pitas, patos y su yegua Chispa y “voy a comprar oveyas”, mira hacía la vega del Cubia y con 27 años y los billetes a Nueva York ya sacados, analiza la vida hasta aquí. “De mis güelos aprendí que el pueblo es algo que llevas siempre contigo y que te abre la posibilidad de aprender y disfrutar más de lo que tienes fuera, pero al final siempre hay algo que te hace volver al lugar de donde saliste. Sales, aprendes y regresas”.
El viaje de Raúl a Madrid quizás fue tan importante como el que sus güelos hicieron desde Somiedo a Grau. Raúl quería una vida en movimiento desde que aprendió las tablas de multiplicar dando brincos por la vega del Cubia. En realidad, nunca estuvo quieto. Cuando vuelva de Nueva York volverá a madrugar para dar de comer a sus pitas y arrancar la temporada en La Antoxana. “Yo soy vaqueiro de alzada, productor de cine y chigrero”, matiza.
De todas las películas que pudo producir se queda con la suya propia, entre pitas y culinos de sidra, con el oxígeno de su antoxana particular, donde la vida del pueblo y los sueños tiene cabida… como en una película. La suya.