El artista francés, que ha pasado a la historia con este estigma, fue señalado sin ningún tipo de comprobación por Eugenio de Lemus: «No sentí más que la impresión del desengaño al ver aquellas pinturas»
Antecedentes – Modesto Cubillas, el descubridor de la Cueva de Altamira del que se suele olvidar la historia
“La valentía y la maestría que revela el dibujo de los contornos, así como el trazado de las sombras, demuestra todo ello que ha sido diseñado en época muy reciente”. Un experto publicaba este diagnóstico sobre la cueva de Altamira en 1896, en sintonía con la corriente negacionista que desató su descubrimiento. Expertos y personalidades se mostraron extraordinariamente incrédulos con las pinturas y comenzaron a desacreditarlas asegurando que eran recientes. “No hay duda, revelan profundos conocimientos de dibujo moderno”, publicó un periódico de la época.
A finales del siglo XIX, las representaciones de los bisontes, ciervos, caballos y manos de esta cavidad situada en Santillana del Mar fueron consideradas demasiado perfectas. Probablemente no hubiesen despertado tantos recelos imágenes más primitivas y burdas. Pero, si no habían sido realizadas por los antepasados prehistóricos, ¿quién las había pintado? La respuesta se encontró dentro del propio perímetro familiar de quienes se atribuyeron el mérito, Marcelino Sanz de Sautuola y su hija María, aunque la entrada a la cueva había sido previamente localizada por el pastor Modesto Cubillas.
Todas las miradas se dirigieron hacia el pincel del Paul Ratier (1832–1896), de quien dijeron que estaba protegido y acogido por Marcelino Sanz de Sautuola, hasta el punto de que ha pasado injustamente a la historia como el falsificador de Altamira. El dedo acusador decretó que este artista francés era el autor. Fue el cóctel perfecto: tenía talento para la pintura realista, estaba tutelado por el descubridor y encima era sordomudo. Ratier no pudo defenderse de las acusaciones de falsificador lo que le hizo un blanco aún más débil. La difamación además se sustentó en una declaración del propio descubridor, que dijo que en la primera visita a la cueva no había visto las pinturas.
En realidad, su mayor problema fue el realismo que imprimió a su pintura. Una estética que desconcertaba y que en aquella época no supo ser valorada, según estiman Manuela Lanza y Miguel Ángel Aramburu en un análisis que publicaron sobre el pintor en los años 90 del siglo XX. A todo ello se sumó otra circunstancia que exacerbó las sospechas. Santuola le encargó reproducir las pinturas de Altamira en un óleo que las reflejase con la mayor fidelidad. Ratier acabó el cuadro, de acusado realismo, y fue utilizado como prueba de que las pinturas de las cuevas también procedían del mismo pincel.
El que lanzó el bulo fue un entonces prestigioso pintor torrelaveguense, Eugenio de Lemus, quien como experto grabador dirigía un organismo denominado Calcografía Nacional. En una visita desde Madrid conoció la cueva y salió convencido de que las pinturas eran recientes. “Señores, yo que examino con interés siempre que tengo ocasión las manifestaciones de arte, no sentí más que la impresión del desengaño al ver aquellas pinturas que consideraba fueran prehistóricas”, dijo. “No tienen en su dibujo ningún acento que revele el arte bárbaro, especialmente en los extremos, que están trazados con amaneramiento, contorneados a grandes líneas y con soltura, aunque no sea la de un pintor aventajado”, consideró.
Según el historiador Francisco Gutiérrez, escritor de la biografía de Ratier, Eugenio de Lemus fue más allá y empezó a fantasear con quién podía ser el autor. Parece ser que en su opinión solo había dos artistas en la provincia con el talento suficiente para hacerlo. Los dos, por cierto, expertos en retratos. Preguntó a un amigo suyo y este le dijo que Paul Ratier estaba en Puente San Miguel en las fechas en las que se produjo el descubrimiento. Evidentemente, así fue. Pero lo que estaba haciendo no era dibujar los bisontes de Altamira, sino dibujar la copia que le había encargado Sanz de Sautuola.
Pero, sin más comprobación, acusó a Ratier de falsificador ante la Sociedad de Historia Natural. Lo cierto es que, para colmo, los que no le creyeron fue porque pensaban que las pinturas eran de la época romana. Lemus siguió propagando que eran apócrifas por todo el país en numerosos artículos sobre arte y de ahí que la leyenda continuase circulando y hubiese otros expertos de la misma opinión.
Otro prehistoriador destacado de la época, el padre Carvallo, acrecentó la leyenda difundiendo una imagen errónea de Ratier como un vagabundo errante que recorría los pueblos pintando por unas monedas o un simple plato de comida
Otro prehistoriador destacado de la época, el padre Carvallo, acrecentó la leyenda difundiendo una imagen errónea de Ratier como un vagabundo errante que recorría los pueblos pintando por unas monedas o un simple plato de comida. Un extranjero sordomudo de quien no se conocían sus orígenes ni como llegó a Cantabria acrecentaron los prejuicios y las sospechas.
Cuando, en realidad, Ratier –que por entonces tenía 47 años– era un joven elegante, educado y afectuoso que vivía en Santander desde 1840. Llegó de la ciudad portuaria bretona de Lorient (Francia) con su familia, ciertamente acomodada. De hecho, vivían en el mismo portal de la calle Ruamayor que los padres de Marcelino Menéndez Pelayo.
Un retratista que no conocía a Sautuola
Comenzó vendiendo litografías de motivos animales a seis reales, a través de anuncios en la prensa local, antes de formarse como pintor en París durante dos años. A su regreso comenzó a recibir encargos especialmente para hacer retratos aunque él se ofrecía, además, para “reformar, retocar y componer los antiguos cuadros de algún mérito”. También representó bodegones y paisajes, aunque no se han conservado ninguno.
Su obra estará con toda probabilidad en manos particulares, ya que trabajaba por encargo. A ello se añade que en bastantes ocasiones no firmaba sus cuadros. Un periódico de 1884 publicó que había pintado dos centenares de retratos en la zona de Laredo. Tuvo también alumnos a quienes enseñó a pintar. Las dos únicas obras que hizo de carácter más público fue la copia de Altamira y otra pintura para la Iglesia de Santa Lucía de Santander.
Marcelino Sanz de Sautuola
Ratier tampoco estuvo acogido por Sautuola. De hecho, ni siquiera se conocían previamente al encargo de Altamira que se realizó por mediación de un cuñado del descubridor de la cueva, a quien pidió por carta que buscase un pintor experto en reproducir animales.
“Mi querido Agabio: Necesito un chico, muchacho u hombre que pueda copiar con toda fidelidad y exactitud una porción de animales pintados en la bóveda de una cueva que está a media legua de aquí, es una cosa muy notable, pues en su género no se puede calificar de mamarracho, porque los animales están hechos con toda la perfección que permite el fino lienzo que los contiene”, escribió en la misiva, que continuaba así: “Prefiero uno que copie con toda exactitud al que haga animales muy bonitos, hazme el favor de ver a aquel a ver si nos proporciona lo que deseo y que le diga se vea con mi mayordomo para saber en qué condiciones vendrá a ésta”.
Otros pintores de Altamira
A favor de elegir a Ratier pesó su discrección, por el hecho de ser sordomudo, y que era relativamente joven, 47 años, y ágil para descender a la gruta. El encargo se hizo en diciembre y meses más tarde otro pintor, José de Argumosa, permaneció diez horas en la cueva “con grandes dificultades de luz y de postura” y en su reproducción completó algunas de las figuras mutiladas.
En su estudio sobre Ratier, Francisco Gutiérrez añade que en 1902, Henri Breuil hizo otra reproducción, episodio del que dejó escrito lo siguiente: “No podía pensar en sacar calcos de las grandes figuras pintadas en el techo de Altamira. El color en estado de papilla se habría adherido al papel y esto hubiera sido destruir las pinturas”. “Solo era posible una copia de tipo geométrico, que, trabajando ocho horas diarias tumbado de espaldas sobre sacos de helechos, me ocupó aproximadamente tres semanas”, expresó. “No se trataba de una corta visita, sino de una verdadera residencia en la cueva”.
La réplica completa fue la de Ratier, ‘Animales de la bóveda en la caverna de Santillana’, que se utilizó para ilustrar el folleto ‘Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander’ que publicó Sautuola a mediados de 1880 y que posteriormente se reprodujeron en los periódicos de la época.
El pintor trabajó sobre un papel adherido posteriomente a un cartón marrón y este, a su vez, a un lienzo de tejido blanco. Como explica Gutiérrez, Ratier trazó con carboncillo los perfiles de los animales y las grietas del techo y empleó la técnica del pastel para aplicar los colores. El óleo en el que copió el techo de la cueva es un cuadro de grandes dimensiones (110 x 289 centímetros).
Obra expuesta en el Museo de Altamira
La pintura de la discordia forma parte de la colección del Museo de Arte de Santander (MAS) y hace unos años se prestó para una exposición en el Centro Pompidou de París sobre ‘Prehistoria y modernidad’. El cuadro lo conservó Marcelino Sanz de Sautuola y después su viuda, hasta que su hija María y su marido Emilio Botín López lo donaron al Museo Municipal de Santander, y en los años 40 pasó a formar parte de los fondos del Museo de Prehistoria de Cantabria.
Actualmente, tras ser restaurado, se exhibe en el Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, donde en 2001 se construyó una réplica artificial de las cuevas originales, que tienen restringidas las visitas y no se pueden visitar de forma masiva para evitar su deterioro.
El artista que injustamente ha pasado a la historia como el falsificador de Altamira, incapaz de sacudirse aquel estigma aunque nunca tuvo más relación con Sanz de Sautuola, murió de tuberculosis con 64 años, en 1896, en su piso de la calle Mendez Núñez de Santander donde vivía al cuidado de una hermana, también sordomuda.
El dedo acusador de Eugenio de Lemus nunca reparó su error. Cuando otros expertos se retractaron públicamente de su disparatado diagnóstico, él escribió un artículo en el periódico El Cantábrico reafirmando que Ratier era el falsificador. Contrariado, escribió: “¿Se puede dar mayor galardón a las obras del salvaje de Altamira?”.