Testimonios de vecinas, documentos de la época y canciones creadas por los propios presos muestran cómo malvivían en el campo de concentración de esta aldea cercana a Santiago y cómo fueron forzados a trabajar en las obras de las pistas del aeropuerto en los años 40
La oscura memoria de Santa Isabel, un campo de concentración franquista a 500 metros de la catedral de Santiago
Son las cuatro y media de un sábado de noviembre. Hace frío y llueve, algo que no es raro en esta época en Lavacolla, una aldea de 150 habitantes a diez kilómetros de Santiago de Compostela. La agrupación cultural O Galo está realizando una ruta sobre memoria histórica que comienza allí, en la iglesia de San Paio de Sabugueira. Deben darse prisa: a las cinco hay un entierro y tendrán que irse.
Reparten una fotografía entre el público asistente. En la imagen se puede ver esa misma iglesia pero con la bandera de la Alemania nazi colgada detrás del altar en 1937. Celebrando el día de la Virgen de Loreto, las autoridades militares habían colgado los estandartes de las “naciones amigas”. Al final de aquella misa, el párroco realizó un discurso “patriótico-religioso alabando los progresos de la aviación y de la ayuda que estaba prestando Franco en la ‘reconquista nacional’”, según relata el controlador aéreo Xerardo Rodríguez en el libro Guerra de 1936/1939 en Compostela, publicado por O Galo.
A pocos metros de la iglesia se encuentra A Fábrica: un conjunto de casas rodeadas de riachuelos que hasta 1910 fue una antigua fábrica de curtidos propiedad del empresario Juan Harguindey Broussain. El grupo continúa la ruta en este recinto en el que hoy hay un restaurante, una casa en venta por 400.000 euros en un portal inmobiliario y un albergue de peregrinos. Donde ahora duermen quienes realizan el camino de Santiago, vivían hacinados unos 2.000 presos en los años 40. Era uno de los cerca de 300 campos de concentración franquistas que hubo en España desde 1936, una decena de ellos en Galicia. Sólo uno, el de la isla de San Simón, será declarado en agosto Lugar de Memoria Democrática.
Allí enviaban a detenidos clasificados como “desafectos” al régimen o “afectos dudosos”, que eran destinados a los batallones de trabajadores. Según cifras recogidas por O Galo en su libro, en 1939 llegó a haber 300.000 personas reclusas en España. Para hacernos una idea, en 2023 había unas 52.700 personas en prisión según datos del Consejo General del Poder Judicial.
Estado actual de uno de los barracones de la fábrica
Era frecuente que estos campos de concentración se ubicasen en grandes edificios como conventos, almacenes, estaciones o fábricas. “Estamos amontonados, hemos de dormir unos encima de los otros”, escribía en su diario el preso Casimiro Jabonero, que entró en el campo en 1939 tras combatir en el bando republicano. Los pocos documentos que se conservan describen poca iluminación, mala ventilación, frío, humedad, hambre o plagas de piojos.
“Los guardias les gritaban: ¡Venga, piojosos!”, explica María Torres Salvado, una vecina de Lavacolla de 71 años. Ella aún no había nacido en aquella época, pero recuerda las historias que le contaba de pequeña su madre, Isolina Salvado. “Los llevaban a bañarse al río en mañanas de helada. A los pobres se les notaban las costillas… Y había un teniente que les trataba fatal”, afirma.
Hacían sus necesidades en una zanja que dejaba un “olor insoportable”, según se lee en los diarios de Casimiro Jabonero, publicados por la Fundación 10 de Marzo. “Por las mañanas izamos la Bandera Nacional y se entona el himno de la Falange y por la tarde hay que descenderla”. Él salió vivo para contarlo: “Llevo un recuerdo triste de este campo y de sus jefes, aquí la fusta ha imperado, y otra cosa más, que causa más daño aún, sin dar golpes, las palabras con intención doble que te herían en lo más vivo”.
Otros no tuvieron esa suerte. Huir del campo no era una opción, según cuenta María: “Yo le preguntaba a mi madre por qué no se escapaban, y me explicó que estaban esperando un indulto y que eran de lejos. Quien se echara al monte o se escapase no volvía a aparecer”. En los límites del campo había un palomar que servía de torre de vigilancia. Todavía se puede ver el lugar donde los guardias apoyaban su metralleta para disparar a quien tratase de huir.
Estado actual del palomar de A Fábrica, desde donde vigilaban los guardias del campo
En alguna ocasión en la que los mandos del campo recibían visitas, la madre de María iba a cocinar a los barracones y les escuchaba hablar desde la cocina: “Hay que decir a los labradores que mañana dejen dos carros porque hay que ir a tirar el estiércol”, rememora María, que añade: “A ella le extrañaba, porque sabía que el estiércol lo quitaban los presos o gente de allí”. Su familia sospecha que con “estiércol” se referían a los fusilados. “De noche mi padre tenía que dejar los carros y cuando llegaba por la mañana los bueyes estaban sudados de trabajar toda la noche”, cuenta. “Seguro que estaban toda la noche tirando cuerpos por ahí”.
Pico y pala
En junio de 1937, un Real Decreto firmado por Francisco Franco afirmaba que el derecho al trabajo “no ha de ser regateado por el Nuevo Estado a los prisioneros y presos rojos (…) quienes olvidaron los más elementales deberes de patriotismo”. Este documento constituyó “la base para el establecimiento de un doble sistema de trabajos forzados”, según reconoce el actual Ministerio de Cultura en su centro documental de la Memoria Histórica, creado en 2007.
El decreto franquista estableció, por un lado, un sistema de Redención de Penas por Trabajo para quienes habían sido condenados en tribunales militares. Por otro lado, creó los Batallones de Trabajadores para desafectos que no habían recibido condenas. Estableció también la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP). Los presos eran clasificados y empleados como mano de obra para trabajar en minas, en la reparación de puentes y carreteras, en la construcción de edificios o en las obras de aeropuertos.
De aeropuertos como el de Lavacolla, hoy conocido como Santiago-Rosalía de Castro. El campo de concentración de Lavacolla pasó a ser un barracón para los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores. Cambió el nombre pero no las condiciones de vida. Como afirma el citado Ministerio, “el nuevo sistema era una continuación del antiguo, ya que los presos eran concentrados en los campos y depósitos de prisioneros, donde se llevaba a cabo su clasificación”.
Presos del campo de concentración frente al cruceiro de la iglesia de Lavacolla
El aeropuerto de Lavacolla nació como un aeroclub de la mano de un grupo de aficionados a la aviación en 1932 y fue inaugurado hace noventa años, en julio de 1935. Con la Guerra Civil, adquirió usos militares. En 1940 comenzaron obras en su pista norte-sur y zona central. Según la web de AENA, que hoy gestiona los aeropuertos españoles, esas obras “fueron realizadas por Batallones de Soldados Trabajadores (nº 28, 29 y 31) y por vecinos de Santiago que, desde principios del proyecto del Aeródromo Compostela, trabajaron de manera forzosa en las obras del campo de vuelos”.
También hay un monolito en la entrada de la aldea, que reza: “En la memoria de los republicanos presos en el campo de concentración de Lavacolla y de aquellos que (…) contribuyeron durante su cautiverio a la construcción de las pistas del aeropuerto”. Hoy dicho aeropuerto opera más de 25.000 vuelos al año y recibió a más de tres millones de pasajeros en 2024.
“Hicieron el aeropuerto a base de pico y pala”, prosigue María, que avisa de que, según la gente de la aldea, bajo las pistas del aeropuerto hay fosas comunes de aquella época, con los cadáveres de quienes fueron fusilados en la zona o murieron en el campo de Lavacolla. “La gente lo cree así, pero no podemos tener muchos testimonios porque la gente que lo contaba está toda muerta… Se perdieron testimonios sin que nadie les prestara atención”.
También hay muertos sin desenterrar en terrenos pegados al aeropuerto, como el que se conoce como Finca dos mortos, en la aldea de O Amenal. En 2007 se realizó allí una exhumación en la que aparecieron restos de tres hombres. Cinco años después, gracias a las pruebas de ADN realizadas por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), fueron entregados a sus familias. Que se sepa, quedan por lo menos otras dos personas enterradas allí.
Elisa Tobar (tercera de pie por la izquierda) en una foto familiar en Vilachá, en los años 40-50. Alejandro Vargas, el preso compositor de las canciones, es el segundo por la derecha (de pie, con sombrero)
“No hay cinemas ni danzones, hay pulguitas y ratones”
Eran frecuentes los fusilamientos en la zona. “Los trajeron en un camión, los bajaron y les dispararon. Murieron todos menos uno que quedó inconsciente en el suelo. Los militares fueron a buscar a gente para enterrar los cuerpos y ese consiguió salvarse”, recuerda Elisa Tobar, otra vecina de una aldea cercana: Vilachá. Ella tenía ocho años cuando comenzó la Guerra Civil pero hoy, a sus noventa y seis años, recuerda perfectamente lo que vivió.
“Me acuerdo de las vagonetas. Los presos iban por la carretera transportando piedras y tierra por unos raíles”, relata. Elisa, junto a otras mujeres de la aldea, iba hasta los barracones a vender manzanas a los reclusos. Ellos las compraban con las pocas pesetas que tenían o las cambiaban por mantas. Cuando no tenían qué comer, cogían maíz de plantaciones de la zona o cazaban pequeños animales.
Una tarde, el padre de Elisa fue caminando hasta Santiago, a unos dieciocho kilómetros, a comprar chucherías para la familia. A la vuelta, ya de noche, regresó en un camión. “Al llegar a Lavacolla, el conductor le dijo que a partir de ahí ya no podía llevarle, que siguiera andando. Entonces mi padre escuchó cantar a los soldados”. Al relatar el momento, Elisa canta emocionada: “Lavacolla, lugar triste, no hay tranvías ni autobuses. No hay cinemas ni danzones, hay pulguitas y ratones… ‘Por favor, ¿de quién es la letra?’, preguntó mi padre. ‘De un servidor’, respondió uno de los presos”. Era Alejandro Vargas, un joven madrileño de unos veinte años que trabajaba como leñador en el campo de concentración.
“Desde entonces vino a casa durante años. Venía con ropa sucia y le dábamos lo que había: caldo y pan de brona”. Él les contaba historias, como la de cuando raparon el pelo a su madre y la pasearon por las calles de la capital. “La gente de derechas aplaudía e insultaba. ¡Muchos cambiaron la chaqueta en aquella época, eh!”
Además de historias, a veces traía canciones nuevas. “De Madrid partimos una madrugá. Todos conducidos hasta Lavacolla. Al llegar al puesto, dijo el capitán: Venid a este lado y os diré una cosa: Aquel cerro que allí veis, lo tenéis que rebajar. A base de pico y pala, sin dejar de trabajar…”.
María Torres de pequeña junto a su familia. A la derecha, su madre, Isolina Salvado, que en ocasiones cocinaba en el campo de concentración
Años después, Alejandro Vargas se marchó. “Dijo que iba a escribirnos, pero no volvimos a tener noticias de él. Seguro que al llegar a Madrid lo mataron”. Antes de irse, él y otros presos regalaron a Elisa una pulsera hecha de “realitos”. A sus padres, Francisco Tobar y Dorotea Martínez, les hicieron unos anillos con sus iniciales grabadas. “Los fabricaron los presos, alguno debía de ser joyero. Porque, ¿a dónde los iban a llevar? Allí no había nada. Ya lo decía la canción: Lavacolla, lugar triste”.
Y entre susurros, Elisa tararea la melodía y canta la parte final de la canción, como lleva haciendo durante ochenta años: “Tengo ganas de estrecharte entre mis brazos, tengo ganas de no tirar más del pico. Y emborracharme de cerveza, para olvidar todo lo que aquí pasó”.