El de Ravel tiene algo indescriptible. Uno escucha sus primeros compases y no puede evitar tararearlo. Como si esa melodía repetitiva —su inspiración vino del sonido de las fábricas— arrastrara a los que la escuchan a caer rendidos a una de las composiciones más populares de la historia. Es uno de esos extraños casos donde la música clásica se ha convertido en algo popular. Algo que todo el mundo ha oído alguna vez y que puede reconocer con apenas cuatro acordes.